El gran teatro de la política representa el esperpento, y por el callejón de los espejos se refleja un pueblo deformado. Lo especular nos devuelve imágenes alteradas, exageradas y crispadas, como la de los personajes marginales que la crueldad de años pasados exhibía en las ferias. Los espejos, como el teatro, representan la imagen que proyectan, y el pueblo español, quizás a fuerza de tanto recibir su imagen alterada, empieza a tener un concepto de sí mismo que no corresponde con la realidad.
El espectáculo que nos ofrecen algunos partidos con sus acusaciones, hipérboles y predicciones apocalípticas lleva a dibujar un escenario en el que parece que solo tiene cabida el odio y la exclusión del adversario. Los partidos extremos, los que presumen de rechazar un centro tibio al que culpan de todos los males, que denuestan las instituciones, y que ven en el consenso una traición, representan su papel y buscan con su actitud histriónica el aplauso fácil de un sector del público que siempre se prestará a la comedia barata.
No obstante, el riesgo de los espejos deformados y de las representaciones vulgares reside en que nos haga creer que lo representado coincide con lo real, y que la imagen proyectada no es esperpento, sino identidad. La sociedad española, de tanto observar el espectáculo del odio y la confrontación, puede llegar a creer que la división es más real y profunda de lo que realmente es.
Los partidos antipolíticos que pugnan por el protagonismo de la opinión pública conocen bien que la batalla por el relato de la división, victimista, identitario y excluyente, les favorece. Cuanto más deformen los espejos, cuanto más monstruosas sean las imágenes proyectadas, y más hagan calar la impresión de que el mundo es un lugar escindido en el que no hay espacios compartidos, más nos convencerán de la necesidad de su producto, de un partido único y poderoso. Saben que la serenidad, el acuerdo, el diálogo y el humor inteligente les deja, como a los malos actores, fuera de escena.
El discurso que da por perdido el centro moderado donde se dan la mano una derecha y una izquierda con más puntos en común que disensiones va calando, y no porque no exista un amplio conjunto de consensos sociales, sino porque contempla con excesiva frecuencia el espectáculo que nos ofrece la nueva política.
España es ese raro país en el que hay más unidad social que política, donde el relato por lo común es prácticamente inexistente y, sin embargo, la cohesión social es muy amplia, donde la debilidad de la Nación es grande, y la fortaleza de la sociedad notable. España tan solo necesita un relato de la amistad, una representación de la amplia base social que todavía queda, que es constructiva, que clama por la unidad y que castiga sistemáticamente en las urnas la crispación y la incapacidad de sumar. Un amplio sector de nuestra clase política no es capaz de conectar con el sentido común, y se deja engañar por la oscura calle de los espejos, pensando que la sociedad a la que tiene que representar está compuesta por seres deformes y esperpénticos.
Esta política, que no sabemos si es nueva, o tan vieja que nos devuelve a las relaciones tribales, parte de un imaginario que no se corresponde con la realidad de la sociedad española, y por eso a los ojos del espectador acostumbrado parece una pantomima. Pero no sería tolerable que los voceros de estos partidos hagan creer al conjunto de actores y público que la única representación es la suya. En este sentido es preocupante que la sociedad centrada tenga menos representación que la excéntrica, que los papeles histriónicos se oigan más que los dramáticos, y que los monólogos desquiciados ocupen el papel de los diálogos.
Si la política se mueve hacia las periferias de lo común, donde los límites de la existencia compartida se diluyen con la barbarie y la destrucción, es porque no se da crédito al valor del centro. Exageramos con un lenguaje hiperbólico todo lo que nos sucede, y parece que donde antes había un problema, ahora hay una catástrofe, lo que era un accidente ahora es una tragedia, y quienes antes erraban, ahora asesinan. Todo es exageración, descentramiento y desmesura. Palabras en boca de los histriones que nos hablan de una realidad que no existe, pero que podemos acabar creyendo.
Una descripción exagerada nos puede hacer desear una respuesta exagerada. Nuestra democracia, que algunos se han empecinado en colocar en pie de guerra, parece que ha de responder constantemente con los recursos de excepción que todo sistema posee como ultima ratio de la política. El estado de excepción ha llenado la boca de los que se mueven cómodos en el decisionismo, y la alarma y el miedo, que son los padres del Leviatán, parecen amamantar también a los cachorros del nuevo régimen. Un relato guerracivilista, invocado con fines electoralistas, puede acabar convocando a los demonios del pueblo. Lo que antes era excepción se convierte en algo familiar, y nos acostumbramos a ser gobernados por decreto y estados de alarma, como si el secular sistema institucional no tuviese previstos los mecanismos para superar los obstáculos que se van presentando en nuestra singladura.
La remoción de obstáculos no es la función del capitán del barco. Debe reconocerlos y hacer todo lo posible por salvarlos, pero escollos, salientes y corrientes son propias de todo viaje. Un gobierno que entiende la oposición como un obstáculo en su mandato no entiende que el compañero es tan importante como el destino. Que la política finalista, que no entiende de proporción de medios, reclama, en el fondo, un poder omnímodo que le permita limpiar el camino de problemas. El fin que se le presenta a su imaginación es tan puro que justifica, para alcanzarlo, cualquier medio, y por eso reclama el máximo poder. Si una mayoría cualificada supone un problema, se cambia; si una Ley Orgánica ralentiza la decisión, se opta por el Decreto, que es mucho más rápido; y si la legislación autonómica es un engorro para el ejecutivo, se puentea. Y así, en nombre de la eficiencia, e invocando un fin puro y salvífico, el capitán del barco va horadando poco a poco el casco que le mantiene a él y a todos los demás, a flote.
En consonancia con el relato exagerado, esperpéntico y apocalíptico, que enhebra la amenaza, el victimismo y el identitarismo en la misma aguja punzante con la que clavetea el sistema, se encuentra el estado de alarma y la moción de censura. Son dos caras de la misma moneda, dos movimientos excéntricos que se encuentran en la periferia de la política. Es el recurso a lo extraordinario en una situación que aún se encuentra muy lejos de la emergencia.
El desplazamiento del discurso hacia el límite de lo posible deja un amplio espacio en medio para aquellos que todavía piensen, y son mayoría, que la política es el arte de alcanzar lo común, que hay más verdad en encontrar un punto en común con el adversario que en derrotarlo militarmente, y que la metáfora bélica explica mucho menos que la náutica, porque, les guste o no, estamos todos en el mismo barco.
Fundación Conversación