Resentimiento, odio y polarización. La violencia y el victimismo muestran suculentos dividendos electorales. Y así hemos llegado al final de una década en la que hemos visto aparecer una nueva política aparentemente adaptada a un nuevo tiempo. Diez años de nacimiento y madurez de movimientos políticos nacional-populistas en Hungría, Polonia, Italia, Francia, España y, en general, en todo Europa. Diez años que han recogido los frutos en Rusia de la forja de una idea imperial, de soberanismo estadounidense, y de dominio asiático. Crisis económicas, terrorismo, pandemias, Brexit. Revolución tecnológica, fiscalidad, ecología, revisión de la democracia liberal, crisis nacionales, etc. Son muchos cambios para no tener en cuenta que la década que ha ido de 2010 a 2020 es la bisagra entre dos épocas. Se insiste mucho en esto, se subraya el cambio y desde distintos ámbitos se sermonea sobre la necesidad de adaptarse.
En este contexto nos encontramos con formaciones políticas especialmente adiestradas para sacar rendimiento electoral a la incertidumbre. Explotan la idea de decadencia y la sensación de malestar y agotamiento con una lógica victimista. El mecanismo es sencillo: nosotros estamos mal, antes estábamos bien, y la culpa la tiene “ese”. Señalan un problema compartido por una mayoría, realizan un diagnóstico simplista, y atribuyen causas fácilmente comprensibles, pero demasiado simples. Explotan la sensación de dolor a través del mecanismo psicológico de la culpa, atribuyéndose siempre a un muñeco de paja (la agenda 2030, el consenso socialdemócrata, Banon, el capital, la casta, el mayo del 68…). Sus maestros centroeuropeos, educados durante décadas en la política bipolar soviética, que se asienta sobre un poder desnudo y una sociedad prácticamente inexistente, desconocen el liberalismo porque lamentablemente la historia no les ha dado la oportunidad de construir una sociedad rica y participativa.
La nación histórica es un pelele en manos del partido. Allí las jerarquías han mandado casi siempre, antes, durante y después de la Unión Soviética, y por eso el consenso y el centro les suenan a broma. Su lógica política es la del poder en bruto. El oprimido que lucha contra el opresor, Stalin asesinando a Trotsky, aparachniks contra advenedizos. Su marco mental les impide entender que el poder no configura a la sociedad, sino que el poder pertenece también a la sociedad. La cultura es una herramienta de poder, al igual que la religión en Oriente forma parte del aparato. Del magisterio de Visegrado han surgido bachilleres por el sur de Europa, y de ellos han aprendido que el encanallamiento de la política rinde a medio plazo: “te ignorarán, te insultarán, se reirán, y luego ganarás”. Provoca y agita, métete en avisperos, destruye, exagera, emponzoña el debate, odia y déjate agredir, y verás cómo sales ganando. Cuanto más te diferencies, cuanto más subrayes lo que eres por oposición a lo que son los demás, cuánto más te encasilles en microidentidades, mejor resultado electoral obtendrás. Ya lo verás, si quieres el poder, divide a la sociedad, hazte eco del malestar general e invoca una pureza ideal e inalcanzable. Si quieres el poder, aprende del poder, da igual si sirve para construir o para destruir. La gente está harta y quiere manifestaciones de autoridad. Así se convencen a sí mismos de la supremacía moral de sus obras.
¡Cuántas veces habremos oído la expresión “era necesario un golpe en la mesa”! ¿Pero por qué? ¿Por qué un golpe y no un mantel? Si hay desorden, siéntate a comer con el otro, pero no aporrees la mesa en la que comes. No ha lugar a razones: todo va mal, caemos por una pendiente sin freno, y esto hay que pararlo como sea. La izquierda, las oligarquías, el capital, las agendas de unos y otros, han acelerado la historia para llevarla a un punto muerto. Eso dicen, comulgando con los espiritualismos más siniestros de principios del siglo XX y dando crédito a las filosofías de la historia más burdas, convirtiendo el complejo devenir histórico en una línea plana que apunta a la catástrofe y que nace de un momento ideal que solo existe en su imaginación. Peleados con el presente, incapaces de detectar lo verdaderamente valioso que acontece ante sus ojos, parasitan como carroñeros los cuerpos putrefactos de las mentes poseídas por el miedo y el cansancio.
Mientras tanto, las mentes moderadas contemplan perplejas el crédito que se le concede a estas posiciones exaltadas. ¿No hemos aprendido de la historia? No, la historia solo nos ha enseñado que estas cosas son precisamente las que no se aprenden hasta que no se experimentan. Hay épocas en las que la razón sucumbe ante el sentimentalismo, y es universal que las mentes débiles se refugien en las demostraciones de fuerza y contundencia, aunque no ofrezcan ni el calor de la palabra verdadera, ni el consuelo de una solución adecuada.
El hecho de no comprender que nuestra sociedad ya no es la de hace unas décadas, que la ilusión ha cedido ante el desconcierto, y que la sensación de cambio e incertidumbre provoca cansancio, ha dejado desarmado al sector moderado de la política europea. Las viejas palabras ya no sirven y la situación actual pide nuevas formas. Los radicales han visto una de las caras de la moneda, la que ha caído boca arriba, la más fácil de ver, la del afortunado burro al que le suena la flauta. Pero al menos hay que reconocerles que han visto la moneda, que tienen palabras, falsas pero eficaces, para un nuevo contexto. Hay que reconocer también que se rían de un moderantismo bien intencionado, pero sin discurso. Hay que reconocérselo, pero no como una virtud, sino como el cinismo propio del que grita y protesta cuando “todo va mal, y cuanto peor, mejor”.
Lo cierto es que el desánimo campa en el ambiente y hacen falta palabras justas para el comienzo de una década que nace con el peso de la anterior. Palabras que nazcan de las oportunidades, de los nuevos proyectos, de un futuro compartido y que hagan creíble la esperanza.
Se abusa de la idea de cambio y escuchando a nuestros politólogos parecería que nos hemos vuelto marcianos de tanto que hemos cambiado. No se rinden cuentas con la realidad. La expresión “un entorno permanentemente cambiante” es el mantra de los carroñeros. Es cierto que todo cambia, pero cambia como cambia la superficie del océano cuando sopla la brisa. El mar parecerá encabritado o aborregado, pero bajo la superficie están la tierra y la enorme masa de agua que soporta el cambio. El cambio, sí, pero desde la estabilidad. Esto se afirma poco, y hace mucho daño ignorarlo. La verdad es que hacemos previsiones a largo plazo dando por supuestas unas condiciones que, en realidad, son extraordinarias.
¿Acaso tiene sentido firmar un contrato hipotecario a treinta años sin titubear? ¿Ha sido esto posible en algún momento de la historia? Significa suponer que las condiciones básicas de nuestra decisión se van a mantener relativamente estables. La ingratitud o el resentimiento nos hacen despreciar las instituciones políticas y jurídicas que creamos hace setenta años, después de la Segunda Guerra Mundial, y que son las que han permitido esta estabilidad. Hemos sufrido convulsiones, pero las hemos soportado. ¿Por qué criticar un barco que chirría en mitad del temporal cuando sigue navegando? Es normal que el pasaje pase miedo, pero es intolerable que el capitán abandone un barco que navega. Seguramente se lleve tras de sí a parte de los pasajeros. Es fácil aprovecharse del miedo en esos momentos, pero el barco flota y acertarán los que se queden en él.
En tiempos de cambio, de novedad, aparecen oportunidades y miedos a partes iguales. Unos eligen sacar rendimiento del miedo, otros tienen la responsabilidad de convertir las oportunidades en esperanza, y la esperanza en certeza y motor de la acción presente y futura. Algunos se han apeado del futuro y se han arrojado a los botes del pasado. El puerto sigue estando claro, el fin al que nos dirigimos no ha cambiado, pero la ruta deriva, y hace falta dirigirse a una tripulación desconcertada con la imaginación y la seguridad que exigen las circunstancias.
El miedo se puede combatir culpando a los demás. Es un recurso que funciona y que tranquiliza al que es presa del pánico. Pero el miedo también se puede combatir con esperanza, con proyecto de futuro, y con la inteligencia del que sabe ver las oportunidades. Que la sociedad esté fatigada no significa que no exista esperanza. El ciudadano actual no se cansa de expresar la necesidad de un proyecto que aglutina voluntades y deseos, y en muchas ocasiones su malestar es fruto de ver la incapacidad de los políticos de proponer un proyecto común. No hay que dar por hecho que el voto vaya a caer siempre del lado de los del golpe en la mesa, porque la realidad es pertinaz y el pueblo no es idiota. Quizás los populismos entiendan que el despotismo es lo mejor para una sociedad aborregada, pero es posible que sea más real que la sociedad está molesta porque pide esperanza y un futuro compartido, y solo ve la escenificación del odio y la crispación.
La historia que vivimos, y el mundo que compartimos, son fruto de una tradición muy larga que no se explica con las simplificaciones populistas que atribuyen a un momento puntual el origen de todos los males, reales y supuestos. Somos parte de una gran historia que se hace en cada momento, y que se construye con la capacidad de integrar y conciliar las diferencias que en cada época van apareciendo. El miedo al cambio lo tiene el que ignora la base estable sobre la que vive. El que aprecia su tradición, su patria y sus instituciones reconoce al agorero oportunista que pretende sacar partido de lo circunstancial sobre lo esencial. Si la casa tiene grietas, no derribamos los cimientos, ni echamos a los vecinos. Las grietas existen porque existe la casa, pero las grietas no son la negación de la casa. Los hay que acentúan la existencia de las grietas, y los hay que acentúan la existencia de la casa. Los primeros viven del resentimiento, los segundos del agradecimiento, y es bien sabido que solo se construye desde la gratitud.
Hacen falta palabras nuevas que hablen a una sociedad cansada, pero palabras de esperanza y de futuro, de posibilidad de un proyecto compartido en el que todos quepamos.
La palabra clave es esa, agradecimiento, pero pocos hablan de ella y tenemos tanto que agradecer