La igualdad no tiene madre, no tiene propietario y no tiene quién se ocupe de ella. Es el patrimonio político más importante y todos lo dilapidan porque lo dan por descontado. No hay comunidad política sin igualdad, ya lo decía Aristóteles, y por eso nos cuesta tanto pensar qué pasaría si desapareciese. Estamos mal acostumbrados a pensarnos desde unas sociedades con una gran igualdad de base y se nos olvida demasiado pronto que sin igualdad no hay comunidad. No hay comunidad si hay polarización.
No puede haber demasiada diferencia entre edades. Ninguna sociedad excesivamente envejecida, o excesivamente joven, es sostenible, como no lo es una sociedad en la que se rompan los vínculos entre los jóvenes y los ancianos.
No puede haber diferencias regionales exageradas. Es imposible gobernar un pueblo en el que unas regiones tienen unas condiciones mucho más ventajosas que otras. No puede haber zonas económicamente mucho más prósperas que otras, o con un nivel cultural mucho más alto que sus vecinas, o mejor comunicadas que las demás. Esas diferencias son insostenibles.
No puede haber grandes diferencias idiomáticas porque el principio de la nación moderna es la lengua. El Imperio Austrohúngaro se hizo añicos en tantas partes como idiomas tenía. No puede haber grandes diferencias religiosas. La idea norteamericana del “melting pot” no es más que una quimera. Basta con pasear por los barrios de Nueva York o los suburbios de Indiana para ver que a cada religión le corresponde su distrito, y la balcanización no se explica sin la religión.
No puede haber grandes diferencias si deseamos un gobierno moderado que se asiente sobre las libertades formales que tanto admiramos de las democracias liberales occidentales. Pero seamos fieles a la historia y asumamos que la igualdad no ha sido nunca un problema para las tiranías asiáticas, los teocentrismos islámicos o los totalitarismos contemporáneos. Por tanto, hemos de reclamar una cierta coherencia en las políticas de los partidos que se autoproclaman moderados: si predican libertad, que defiendan la igualdad; y si predican igualdad, que defiendan la libertad.
Socialistas y liberales, cada uno desde su rincón, yerran en lo mismo. No se puede separar la libertad de la igualdad, ni la igualdad de la libertad. Los años 60 del pasado siglo despertaron esta cuestión en el contexto de la Guerra Fría y la caída del Muro de Berlín la devolvió a la palestra con fuerza renovada. ¿Es posible una democracia liberal en un régimen proteccionista? ¿Es compatible la igualdad formal con la libertad material? O, por el contrario, ¿a mayor igualdad económica menos libertad?
Los socialistas ven a la libertad formal, a la democracia liberal que defiende el Estado de Derecho, la subsidiariedad, el libre mercado y la libertad de elección, como enemiga de la igualdad. Los liberales europeos piensan que el mercado es el gran escenario de la política y que basta un Estado limitado para que las libertades se desarrollen. Ambos niegan aspectos básicos de la naturaleza humana: los socialistas le quitan importancia a las libertades individuales descubiertas por los modernos. Los liberales niegan la importancia de gobiernos fuertes y, por tanto, en la mayoría de las ocasiones, caen en discursos antipolíticos (digamos “hayekianos”) que se contradicen con sus políticas prácticas. No hay nada más triste que observar un discurso de derechas hablando de la libertad económica e ignorando por completo la necesidad más humana de vivir en comunidad. Cuanto más se ignore el sentimiento comunitario predicando libertades abstractas más se estará empujando a gente de bien hacia propuestas nacionales con fuerte carga identitaria. El libertarianismo es cooperador necesario del nacionalismo. No hubiese existido fascismo sin “laissez faire”.
La derecha no puede ignorar que la igualdad forma parte de la mejor tradición política, y que esta idea no puede ser monopolizada por la izquierda. ¿Por qué renuncia sistemáticamente a hablar de la necesidad de que el Estado intervenga para corregir las desigualdades? ¿Por qué tiene tanto complejo en hablar de lo que le es más propio a la política? Si el Estado existe es precisamente para intervenir donde la sociedad, en su inercia natural, no lo hace por sí misma.
Es muy raro oír hablar entre intelectuales y políticos de derechas de igualdad. Ignoran que el liberalismo fue, mucho antes que una ideología política, la virtud del hombre político. La liberalidad del que es magnánimo, del que tiene un “alma grande” capaz de compadecer (padecer con) a los demás, de apiadarse, de ayudar al débil y de mirar por el bien de los demás.
La política y el derecho existen para los débiles, los fuertes ya se defienden solos. No hay que atacarlos, pero no son ellos los que necesitan de las leyes y de las instituciones. El más débil es el que más protección necesita, y es a ellos a los que nos tenemos que dirigir, a los que hay que atender, porque son los que no tienen voz, los que no saben organizarse y, por desgracia, los que no influyen en los resultados electorales. Los niños, la educación, el medio rural, los ancianos, los inmigrantes, los enfermos, también son sujetos políticos. No tienen voz ni voto, pero representan lo más valioso de la sociedad.