Tras el anuncio de la repetición de elecciones se ha producido un aluvión de quejas. A todos nos han llegado chistes de todo tipo descalificando a los políticos y pidiendo la dimisión en bloque de toda la clase política. Uno lo ve y le hace gracia durante un momento, pero en seguida, pasado el efecto analgésico del humor, vuelve la cara a la realidad y se percata del drama de nuestro tiempo, de la desafección por la política, de la pérdida del gusto por construir el lugar común y por el escepticismo que reina en esta época de desencanto. Y es precisamente en este momento cuando nos preguntamos si es posible hacer política hoy o si, por el contrario, nos tenemos que rendir ante la llegada de los Césares. Hay buenas razones para creer en ambas cosas, en una oportunidad para sacar adelante lo que muchos ya llaman “una segunda transición”, y en el peligro del advenimiento de una política personalista e identitaria que provoque políticas de exclusión.
Nosotros estamos firmemente convencidos de que una política constructiva que integre lo valioso de cada una de las propuestas existentes es posible, que continúe que con la gran labor iniciada durante la Transición, que conserve y potencie los logros conseguidos hasta el momento y que sea capaz de reaccionar ante los retos de nuestro tiempo.
Cicerón decía que la verdadera virtud política es la “pietas”, es decir, la capacidad que tenemos de agradecer lo que nos ha sido dado. Solo desde el agradecimiento se puede construir algo duradero, porque todo lo demás, si no es con agradecimiento, se convierte en resentimiento, que es el germen de toda revolución. Y creemos que los españoles tenemos mucho que agradecer porque debemos mucho a nuestros predecesores. Si miramos la realidad sin el hartazgo propio de nuestro tiempo veremos que vivimos en un lugar envidiable que, aunque tiene sus imperfecciones, no deja de ser uno de los mejores. A lo largo del tiempo se ha construido un sistema político y social que funciona bien. Tenemos un Estado que presta unos servicios de calidad, con un buen sistema sanitario y un equipo de profesionales envidiable, un sistema educativo que cumple con una doble función educativa y vertebradora de la sociedad española que hay que cuidar y conservar, y unas infraestructuras modernas y eficientes. Es cierto que puede haber ineficiencias sobre las que hay que trabajar, y que el sistema es mejorable, pero no debemos ignorar que un Estado Social es también el muro de contención ante las amenazas de la crisis del Estado-Nación y del capitalismo que muchos anuncian.
Disfrutamos también de unas Instituciones políticas que, no carentes de imperfecciones, cumplen una función vital. Hemos sufrido la corrupción sistémica y el agotamiento de una clase política, y hemos visto cómo el sistema judicial ha sido capaz de castigar, corregir y prevenir esa lacra. Si uno mira hacia atrás en la historia ve con estupor que ha habido muy pocos sistemas políticos capaces de vacunarse y sanarse de sus propios defectos. Con la corrupción cayeron los romanos, los reinos medievales, las monarquías absolutas y los imperios, pero la democracia constitucional depone presidentes sin cortarles la cabeza y sin asaltar palacios de invierno. La crisis de 2008 debería ser recordada por la firmeza de un sistema, y no por la debilidad de las personas que lo manejaban. Pocas veces en la historia hemos visto en funcionamiento el ideal aristotélico del “gobierno de la razón desprovista de pasión”, es decir, del Estado de Derecho. Un Estado que puede permitirse que cesen las personas y vivan las instituciones. Esto es raro en la historia de la política y nos debería hacer desconfiar de aquellos demagogos que hablan a la ligera de las instituciones, del Estado español, de la Constitución y de Europa. Son mejorables, pero seamos sinceros, no será tan fácil sin que el remedio sea peor que la enfermedad.
Tenemos mucho trecho del camino recorrido, otros lo han hecho por nosotros, y nada impediría que sigamos caminando gracias a lo que otros han construido. Esta debe ser la actitud previa con la nos enfrentemos a una nueva situación social y política que es muy exigente y que no se conforma con políticas tibias y de mera gestión. Hay momentos en la historia política en los que las circunstancias cambian dramáticamente y exigen un temple especial en los hombres que gobiernan.
Se percibe una fatiga moral, una desilusión y un desencanto precisamente en un momento en el que las circunstancias materiales son más propicias para la vida en común y la construcción de un proyecto para todos.
¿Qué nos pasa entonces? ¿Por qué todos percibimos tensión y frustración? La vida conocida cambia a nuestros pies, el país que nos dejaron nuestros padres no es el que van a recibir nuestros hijos, los valores y costumbres que a nosotros nos sirvieron son rechazados por los que vienen. El mundo conocido es ya un extraño, y todo cambia a una velocidad vertiginosa. Las nuevas tecnologías han trastocado las relaciones laborales, las cuestiones bioéticas, el mundo de la información, la comunicación y las amistades. Los jóvenes prefieren Instagram porque usa imágenes, y la expresión escrita es residual. El relato domina sobre el personaje, y unos mensajes “virales” pueden derrotar gobiernos u organizar golpes de Estado.
La globalización nos hace preocuparnos por la contaminación en Indonesia, y una nube tóxica producida en Ucrania puede llover en Cádiz. El mundo ya no es el de las naciones y el orden internacional se regenera con la percepción de un riesgo compartido. Las decisiones que un soberano toma sobre su territorio pueden tener efectos miles de kilómetros más allá de sus fronteras y el Amazonas ardiendo convoca al G8.
Las fronteras son conceptos útiles nacidos de las guerras napoleónicas hace doscientos años que hoy parecen elementos irrisorios dibujados en los mapas acartonados de viejos hombres de Estado. Algunos se aferran a aquel viejo orden internacional, y otros se ríen como si nada pasase cuando las viejas formas se hunden. Y así podríamos seguir, describiendo el fin del Estado, del capitalismo, o la caída y disolución de la moral y los valores. Cada uno lo llamará a su manera y llorará por sus ídolos caídos, pero todos estaremos de acuerdo en que el cambio nos está produciendo fatiga.
Ante esta situación lo normal, ya lo apuntaba Ortega, cuando no sabemos lo que nos pasa, cuando se están disolviendo las creencias, es que la ciudad común se cubra de una nube espesa de incertidumbre y desconcierto. Se pierde la calma y los espíritus más sencillos se revuelven contra las realidades conocidas que, a sus ojos, no les brindan el calor y la seguridad de antaño. Los momentos de cambio producen incertidumbre social y política, y son, por tanto, momentos propicios para la demagogia y la aparición de hombres carismáticos que hagan recaer la confianza en su persona y no en las instituciones. Son comportamientos irracionales que prometen una vuelta a la tribu, al calor comunitario, al refugio indentitario, a la exclusión y al gueto. Los momentos de desconcierto son también oportunidades para crecer pero bajo el riesgo de la catástrofe.
Y en este contexto, en el que hay tantas cosas buenas de las que partir, pero que están tan amenazadas por actitudes populistas, y en el que los retos que plantea una situación de cambio son tan exigentes, nosotros nos preguntamos qué se puede hacer y qué se puede esperar.
Los viejos gestores con sus equipos técnicos son incapaces de hacer frente a esta situación de cambio. La falta de preparación y asesoramiento de las cúpulas directivas las deja indefensas ante decisiones complejas, y el sistema obsoleto de partidos los convierte en aparatos de poder con pies de barro, desprestigiados ante la opinión pública e incapaces de presentar un proyecto para todos.
¿Se puede en este contexto de cambio y agotamiento proponer un programa para una España común, un proyecto que ilusione y recupere el prestigio de la actividad política? Creemos firmemente que sí, que precisamente es el momento para que esto suceda. Es el momento para rendir cuentas con el pasado y rectificar de los errores, para hacer un ejercicio de memoria histórica y agradecer todo lo recibido y que aún es valioso. Es el momento de proponer un proyecto que una a los españoles, que tenga la audacia de salir de las viejas trincheras ideológicas, de romper el eje “izquierda-derecha” y trascenderlo hacia una política de grandes pactos de Estado, de romper las viejas dinámicas partidistas y hacer política de equipos, abierta a la sociedad y a la participación de las personas interesadas. Precisamente los momentos de cambio e incertidumbre son los momentos para grandes personas con grandes ideales, para proyectos que utilicen el poder para unir lo que está dividido, y para conservar lo que sigue siendo bueno para todos. Así nació Europa, esta es nuestra mejor tradición, y es el momento de reivindicarla.