por Ángel Rivero
Profesor Titular CCPP UAM
Señaló Agustín de Hipona (354-430) que la diversidad de idiomas es fuente de conflicto social por el distanciamiento que causa entre los hombres. Nos decía que, si imagináramos a dos hombres de lenguas distintas que se vieran forzados a vivir juntos, su convivencia sería imposible: “con mayor facilidad convivirían dos animales, mudos como son, de especies diferentes, que estos dos hombres”. Para Agustín esto sería así porque en los hombres, el no poder comunicarse por la diferencia de idioma, va en detrimento de su naturaleza común. Los hombres tienen, sí, una misma naturaleza, pero la diversidad de las lenguas los separa de modo que la convivencia entre seres de la misma especie se hace imposible. Remata su argumento diciéndonos que “hasta tal punto esto es así, que más a gusto está un hombre con su perro que con otro hombre extranjero” (La ciudad de Dios, libro XIX, capítulo VII).
No hay duda de que para Agustín el hombre es un ser social que mediante la palabra puede concertar la vida con los otros hombres, pero solo y de manera imperfecta con los próximos, y de ninguna manera con los forasteros. La vida humana transcurre en un espacio donde la mayor proximidad permite la vida social, así en el hogar, pero rebasado éste, al alejarse, en la ciudad -el lugar de la vida con los otros forasteros-, o el mundo -el continente de la humanidad, los extranjeros-, la sociabilidad natural del hombre ya no opera como vínculo que permita la concordia, sino que la vida con los otros se hace cada vez más difícil. Para Agustín, alejarse de la casa es como irse sumergiendo en aguas cada vez más profundas y, por tanto, más peligrosas. Así, el hombre en la tierra es un peregrino para el otro hombre, un forastero, un extranjero y hasta un enemigo, y su naturaleza social solo se verá restaurada, el vivir con los otros en armonía y concordia, en el cielo.
Conversación es, según el Diccionario de Autoridades de la RAE “la plática, razonamiento y discurso (…) entre dos o más personas, ya sea por diversión, o por otro cualquier motivo y ocasión; vale también trato, comunicación y comercio recíproco (…) de unos y otros entre sí”. La conversación humana es el trato con los demás que puede tener lugar en la concordia, pero también a la discordia. Para Agustín, como hemos visto, la conversación humana está averiada porque su sociabilidad ha quedado maltrecha desde la expulsión del hombre del Paraíso. Pero esto no quiere decir que el hombre sea insociable por naturaleza. El hombre es sociable y anhela la vida en concordia con los otros, pero ésta no es realizable en la tierra. Este anhelo es justamente el que le guía en dirección al cielo. Somos, nos dice, ciudadanos de la ciudad de Dios, peregrinos en la ciudad de los hombres. Ya antes Pablo había señalado, en su “Carta a los filipenses” (c. 50, 3. 20. Biblia de Jerusalén) que “somos ciudadanos del cielo”, esto es, que nuestra verdadera casa está en el cielo o, como traduce de forma más elocuente la Biblia del rey Jacobo: “For our conversation is in heaven”, y que Jesucristo vendrá de allí para redimirnos.
Por ello no deja de resultar sorprendente que, si nuestra conversación en la Tierra está tan averiada, si verdaderamente no tiene remedio, Alonso de Castrillo escribiera en 1521, en medio de la guerra civil que asolaba Castilla que “ninguna otra cosa es la ciudad sino una multitud de hombres juntamente allegados y ligados con algún concierto de compañía”. Y que se preguntara: “¿Qué cosa puede ser más dulce que la amigable conversación, pues es poderosa para sustentar las gentes que la natura cría? ¿Qué cosa puede ser más digna de maravilla que las gentes extrañas y de diversas lenguas, las cuales dividió la Divinidad por la soberbia de las gentes, verlas concertadas por la buena conversación de los hombres” (Tratado de República, Burgos, Alonso de Melgar, 1521, cap. II).
Si para Agustín no podría haber conversación civil, pues solo había conversación santa, para Castrillo la conversación como trato mediante la palabra no está asociada al conflicto, sino que es sobre todo instrumento de la concordia. Las diferencias, de lenguas, pero también de gentes, pueden ser concertadas mediante la buena conversación de los hombres. La ciudad es el espacio de la conversación más dulce, donde el hombre realiza su naturaleza social al alcanzar la concordia con la palabra, esto es, conversando.
Michel de Montaigne (1533-1592) va un paso más allá en el valor que atribuye al hablar con los otros. En sus Ensayos, escritos también en un tiempo de cruenta guerra civil en Francia, reflexiona sobre ello en “El arte de la conversación” (libro III, capítulo VIII), y nos hace saber que “el más fructuoso y natural ejercicio de nuestro espíritu es a mi ver la conversación: encuentro su práctica más dulce que ninguna otra acción de nuestra vida, por lo cual, si yo ahora me viera en la precisión de elegir, a lo que creo, consentiría más bien en perder la vista que el oído o el habla”. Pero la conversación no es ya únicamente un instrumento de concordia social sino una búsqueda concertada de la verdad:
“Yo entro en conversación y en discusión con libertad y facilidad grandes (…) ninguna proposición me pasma, ni ninguna creencia me hiere, por contrarias que sean a las mías. (…) Así pues, las contradicciones en el juzgar ni me ofenden ni me alteran (…) Huimos la contradicción, en vez de acogerla y mostrarnos a ella de buen grado (…) Cuando se me contraría, mi atención despierta, no mi cólera; yo me adelanto hacia quien me contradice, siempre y cuando que me instruya: la causa de la verdad debiera ser común a uno y otro contrincante”.
Hay en Montaigne una humanización de la discrepancia pues ya no se trata de que nuestra sociabilidad esté averiada sino de que somos distintos por naturaleza. La conversación entre los que piensan distinto no solo nos civiliza, sino que es propio de nuestra condición. En este sentido nuestro contemporáneo Michael Oakeshott ha dejado escrito que la conversación es el lugar en el que se encuentran la diversidad de expresiones que componen nuestro interactuar humano. Así el objeto de la conversación no es buscar ni descubrir la verdad, ni convencer ni demostrar nada, porque lo importante es la conversación misma, esto es, reunirnos, y esto no es posible en ausencia de una diversidad de voces. Para Oakeshott, “lo que distingue al ser humano del animal y al hombre civilizado del bárbaro” es justamente la capacidad para participar en una conversación, hasta el punto de que la educación no es sino “la iniciación en la capacitación y participación en la conversación, aprendiendo a reconocer las voces, las ocasiones oportunas para intervenir, y donde adquirimos los hábitos intelectuales y morales apropiados para conversar” (The Voice of Poetry in the Conversation of Mankind, 1959).
Si para Agustín la conversación era difícil por la diversidad de voces, para nosotros es la diversidad de voces la que nos reúne en una conversación.