por Jose María Castellá
Democracia y liberalismo son diferentes pero hoy aparecen como inseparables. En el debate político no siempre está claro que democracia y liberalismo responden a cuestiones distintas: quién gobierna y cómo gobierna. Lo mismo cabe decir en el ámbito jurídico entre democracia y Estado de derecho y constitucionalismo. Mientras la democracia apela al origen del poder y su legitimación popular, el liberalismo -así como el Estado de Derecho y el constitucionalismo- lo hacen a los límites del poder. Sin embargo, históricamente una y otra han ido confluyendo hasta predicar hoy día su necesaria concordancia.
Democracia y constitución constituyen hoy potentes e ineludibles factores de legitimación de todo régimen político, aunque los adopte solo de forma nominal. Una democracia sin liberalismo y un liberalismo sin democracia suponen versiones muy empobrecidas respecto a su integración. La democracia radical o revolucionaria acaba concentrando el poder en la mayoría, sin contrapoderes, sin derechos de las minorías y, como corolario, sin alternancia pacífica posible, como dejaron claro las «democracias populares» comunistas y antes la Convención jacobina, en la Revolución francesa.
La ruptura con dichos regímenes se planteó como salida necesaria para la instauración de democracias liberales. En cambio, es en el seno del Estado liberal donde se produce la evolución hacia la democracia. Esta se ha desarrollado allí donde el liberalismo le puso sus límites. De hecho, el liberalismo ha acompañado -y limitado- otros regímenes políticos: los monárquicos en el s. XIX y los regímenes autoritarios en el s. XX (Chile, Singapur). Pero, en estos últimos casos, se trata de versiones incompletas del liberalismo, sobre todo del económico, y por ello deseablemente transitorias hacia formas más desarrolladas de liberalismo político y, por tanto, de Estado de Derecho y democracia. Nada que ver con los regímenes totalitarios y capitalistas, pero no verdaderamente liberales, además de no democráticos, como China.
Enrique Krauze abogó por un sistema auténticamente democrático entendido como «democracia sin adjetivos». Esto es cierto respecto a los distintos adjetivos con los que se ha intentado socavar o re-definir la democracia: popular, orgánica, protagónica, iliberal… pero la democracia es y no puede ser sino liberal. Es cierto que la componente liberal no es «adjetiva» sino tan sustantiva como la democrática misma. De igual modo que el constitucionalismo no casa bien con adjetivos como constitucionalismo autoritario, abusivo o el nuevo constitucionalismo (latinoamericano). Democracia liberal implica gobierno representativo, constitucionalismo y pluralismo. Cada uno de estos tres pilares evoca respectivamente a los grandes maestros liberales del s. XX: Popper, Hayek y Berlin.
Cuando parecía que la democracia liberal solo podía ser reformada desde su interior para podarla de desviaciones varias, nos hemos percatado que no es algo «adquirido» para siempre, como muestran casos actuales de erosión o incluso de colapso del Estado constitucional y democrático de Derecho. Hoy, las amenazas principales suelen agruparse bajo la etiqueta de populismo. Este se presenta como un contenedor de ideas muy heterogéneas. Pero hay algo en lo que coinciden todos los populismos: su iliberalismo, que comparten con otros regímenes claramente autoritarios (que suelen incluirse impropiamente entre los populistas), los cuales son además antidemocráticos. En cambio, la relación entre democracia y populismo es más compleja.
El carácter iliberal de los populismos es evidente y no lo esconden, es más, lo llevan a gala: partidos que convierten a los adversarios políticos en enemigos; mayorías parlamentarias que eliminan o reducen los contrapesos institucionales y judiciales; gobiernos que invocan la voluntad del pueblo -llano, verdadero, los de abajo- para contraponerlo a las instituciones representativas -o élites o casta-; reformas o cambios de constitución sin participación de la oposición… Se combate todo lo que forma parte de la Constitución de la libertad y el constitucionalismo democrático.
Pero también la misma noción de democracia de los populistas acaba reduciéndose a mera regla de la mayoría, sin la observancia del entramado institucional necesario del sistema representativo, el que propicia la alternancia en el poder sin derramamiento de sangre. Por ello los populistas abogan por instaurar el mandato imperativo de partido o la revocación de ciertos cargos públicos, o socavan los derechos y libertades públicas (asociación, información) sin los cuales no hay ni opinión pública libre ni ejercicio del derecho de sufragio con todas las garantías. O anteponen a la deliberación parlamentaria formas de democracia participativa y el referéndum.
Asimismo, el pluralismo sale mal parado con los populistas de todas las tendencias. Se invoca la memoria histórica (o «democrática») o la ideología de género como derecho para reducir los ámbitos de discusión pública, se constriñen las libertades religiosa y académica, y se aboga por una democracia militante que crea cordones sanitarios o llama a ilegalizar partidos por sus ideas.
En España, la deslegitimación del llamado «régimen del 78» muestra la ajenidad de nuestros populismos particulares no solo respecto a la concreta Constitución y las instituciones fundamentales que incorpora, sino también a la comunidad política que la crea y a todo constitucionalismo pluralista, en el que nuestro Estado constitucional democrático se adscribe con todos los honores, sin perjuicio de tantas mejoras necesarias. No se puede arrojar por el desagüe lo alcanzado ni tampoco pretender, como se oye a menudo, que la democracia se perfecciona con más democracia. Más bien, nuestra-s democracia-s necesita-n de más liberalismo para hacer efectiva la limitación del poder de la mayoría y la garantía de los derechos y el pluralismo.