Daniel Capó.
Como era habitual entre los antiguos, al papa san Gregorio Magno le gustaba detenerse en la numerología. Hay, diríamos, un mundo que se oculta tras el eco sigiloso de los guarismos y las letras. El número siete –explica Dom Nault- le fascinaba especialmente: hay siete vicios y siete virtudes, siete dones del Espíritu Santo y siete bienaventuranzas. Como sorteando una arquitectura laberíntica, el pontífice romano localizaba pasadizos secretos que conectaban una estancia con otra. Sabía que los símbolos dicen siempre más de lo que dicen, ya sea por su valor alegórico o por el matiz que sugiere una imagen, por las emociones que suscitan o por su riqueza expresiva. Como monje, san Gregorio conocía bien la tradición del desierto y sus tentaciones. Una de ellas, la más conocida, es la acedia, el demonio del descuido, que san Gregorio traduciría como “tristeza”; aunque quizás fuera mejor decir “tristia”: las tristezas, así en plural, como los poemas de Ovidio.
La tristeza nos habla de un alma agotada, desengañada del mundo, sin grandes esperanzas. De ahí a la pereza, al abandono de las obligaciones y la depresión apenas media un paso, un leve gesto de la voluntad. Lo que es pasajero se convierte así en una tierra baldía. Además, los padres del desierto reconocían otra modalidad de tristeza: esa pesadez agobiante del verano que agita las moscas y las azuza furiosas contra hombres y animales. La ira característica del activismo, ese ajetreo agónico de quien no puede permanecer en silencio ni a solas consigo mismo son propios también de la acedia. Tanto en el abatimiento como en la airada desesperación arraiga un mal proteico que arrastra la conciencia de los hombres y los pueblos hacia una estación Termini nada extraña para nosotros: la de una esclavitud del alma capaz de encerrarnos tras los pesados barrotes de una realidad que percibimos asfixiante.
También la Europa actual da la impresión de ser un lugar definido por la tristeza: una sociedad cansada, envejecida y presuntuosa, que se mueve entre la ira ideológica y la desesperanza. El continente se sueña a sí mismo como un espacio puro que oculta nuestras culpas, lo cual es como decir que reniega de su responsabilidad mientras que la verdadera grandeza de la cultura europea se sustancia en algo muy distinto, en una traición esperanzada. Se diría que el orgullo de pertenecer a “una nación de traidores” –en palabras del ensayista Rémi Brague– define el camino de Occidente. Traidores a esa tristeza consistente en pensar que la realidad no es capaz de más, que la Historia nos aplasta y nos reduce a la impotencia y la esterilidad. Brague lo argumenta con exactitud en un librito precioso titulado La vía romana, en el cual reivindica la provechosa fecundidad de una idiosincrasia que se abre continuamente a la potencialidad de lo elevado. Ya hace muchos miles de años, el poeta Homero nos habló de una guerra trágica: la de Ilión, que hermana a los pueblos en la desgracia común de la humanidad; y de un héroe: Odiseo, que persigue su destino más allá de los mares. Es el mismo impulso que se rebela contra el mal de la tristeza en nombre de la esperanza.
Otro autor, el alemán Ernst Jünger también observa en algún lugar de su obra que el hombre se sitúa entre dos polos: uno es el pasado que empuja, otro es el futuro que atrae a sí como un imán. El pasado representa la carga de la historia manifestándose incluso en las diminutas variaciones genéticas del ADN o en los pliegues ocultos del cuerpo. El imán, en cambio, se encuentra fuera de nosotros, como un país lejano que nos invita a marchar hacia lo desconocido. No se trata de la proyección de nuestras debilidades, de nuestros miedos o de nuestro abatimiento, sino de la esperanza de un horizonte que conjure la maldición solipsista.
¿Qué queda de ese horizonte en nuestro mundo? ¿A qué nos llama la UE? ¿Hacia dónde nos dirigimos? No lo sabemos y, al ignorarlo, vamos quedando encorvados en el estrecho cerco de lo inmediato. La tragedia de la Unión reside en un relato que ya no aspira a decir nada relevante y que se conforma con ir contando las horas de modo circular, sin propósito ni destino. Nos aguantamos unos a otros por el común beneficio de estar juntos, pero sin atrevernos a dar un paso adelante. En ocasiones, surgen movimientos populistas que reflejan un hondo malestar y llaman a romperlo todo. En otras, se impone la inapetencia de los intereses pequeños, la letra menuda de la contabilidad presupuestaria, mientras el debate público se degrada, los salarios se erosionan y la fractura social se agranda. Europa emprende su particular viaje de invierno, rota en mil fragmentos –nacionales y familiares, individuales y de género–. Y lo cierto es que la tristeza llama también a una soledad sin vínculos, a una soledad enferma. Nada que no supiera ya hace siglos un viejo papa romano, fascinado por la simbología secreta del siete: que toda ruina es combatida por una nueva esperanza. Busquemos esa esperanza en nombre de la civilización.